Conjurar
From the Series: Vocabulario para la experimentación etnográfica
From the Series: Vocabulario para la experimentación etnográfica

En Antofagasta, ciudad capital de la minería chilena, dicen que el cobre está en todas partes. En los teléfonos, en los autos eléctricos, en los picaportes, en los cables que escoltan sus calles. Atraviesa la ciudad como un fantasma. Y, sin embargo, lo que deja no es riqueza. Se excava, se funde, se embarca sin dejar divisas sino ruido, polvo, enfermedades, empleos precarizados, agua contaminada. Las promesas aparecen, si acaso, como relámpagos: un bono fugaz que permite la compra de una camioneta brillante. Migajas de un banquete que ocurre en otra parte y que en el puerto se ofrecen como espejismo. El capital llama a todo eso desarrollo, pero para quienes viven allí, el progreso es otra forma de despojo.
Viajé hacia ese lugar con un propósito claro: visitar puertos, relaves, domos y minas. Pero un accidente —la rotura del cable alimentador de la planta desalinizadora— dejó a la ciudad sin agua y me empujó al desvío etnográfico. Terminé caminando por las calles, conversando con sus habitantes y explorando el lado no publicitado de la minería: plazas desiertas, fachadas corroídas, cuerpos marcados por la espera. Tomé fotos como si fuesen postales, y me propuse seguir al espectro del cobre en su deriva global.

Al poco tiempo viajé a Agbogbloshie (Accra, Ghana), uno de los vertederos de basura electrónica más grandes del mundo, donde cientos de jóvenes desmontan artefactos para extraer el mineral. No se llaman a sí mismos recicladores sino “mineros del cobre”, buscando riqueza en lo que para otros son desechos. Lo hacen quemando cables, respirando los gases, posando sus pies desnudos sobre tierras saturadas de plomo, mercurio, arsénico.
Parte importante del cobre que buscan —alrededor del 40%— proviene de Chile. Y sin embargo, en Chile, cuando se habla de los efectos de la minería, el marco es localista: medimos los impactos en los glaciares, en los flamencos, en la salud de las comunidades. Legislamos en función del territorio nacional, como si los efectos terminaran en la aduana, como si la materia no tuviera trayectoria. ¿Qué responsabilidad tenemos por los cuerpos que tocan lo que ponemos en el mundo?
A los jóvenes ghaneses les hablé de Antofagasta y de su gente, y les entregué las postales de la ciudad impresas entre grandes franjas blancas. Superficies abiertas al contacto. Les invité a transformarlas en cartas visuales, destinadas a quienes habitan la ciudad minera al otro lado del océano. Las tomaron escribiendo y dibujando en ellas retazos de sus historia, sus vidas, sus deseos.

A esa operación la llamo conjurar: una forma experimental de invocar relaciones que existen pero que han sido desmembradas, silenciadas. El capitalismo global opera separando los eslabones de sus propias cadenas de valor: desarticula territorios, fragmenta circuitos, deslocaliza responsabilidades. Pero lo que aparece como independiente —extracción, consumo, desecho— son etapas de una secuencia. El conjuro, como estrategia etnográfica, interrumpe esa invisibilización. No crea vínculos pero hace aparecer los ya existentes, lo que vibra por debajo, como un tambor mudo. Si en los cultos cargo de Melanesia, los antepasados eran invocados para traer de vuelta una abundancia prometida (Sahlins 1985), entre Antofagasta y Accra se conjura una trama que se manifiesta en imágenes cargadas de deseo y hollín; un tipo de comunicación que no es puramente artística ni testimonial, sino algo intermedio: una correspondencia sensorial.
De pie entre piezas de ventiladores, cables cortados y paneles solares descartados, los jóvenes de Agbogbloshie intervinieron las postales con dibujos y palabras. Uno escribió: “Everyone need money but problem is our health”, y rodeó la frase con fibras de cobre. Otro dibujó fuego dentro de un mercado: “Stop the smoking, our lives matter”. Otro escribió una plegaria: “Think about us”. Algunos pegaron restos de plástico o hicieron marcas con el humo negro de sus dedos. Ninguno conocía Antofagasta, pero en sus intervenciones aparecieron elementos comunes: contaminación, precariedad, enfermedad, falta de agua y de dinero. El cuerpo como único recurso y el conjuro como un archivo capaz de mantener a los otros dentro del horizonte de lo visible.
Y ahora el conjuro continúa: las postales regresaron a Chile, cargadas de trazos, plegarias y polvo africano, para una nueva iteración. La invocación sigue abierta. Navegando la coreografía extractiva, irán revelando que el cobre no es una mercancía abstracta, sino una materialidad en movimiento que participa de una sinfonía de vidas, territorios y ecologías.
Este ejercicio desafía algunas convenciones de la etnografía multisituada, que muchas veces se limita a identificar locaciones de un mismo fenómeno. En lugar de ello, el gesto experimental abre un espacio simbólico en el que esos sitios, ya conectados por circuitos globales, se puedan reconocer entre sí. El objeto etnográfico no es solo el cobre, sino la postal como dispositivo etnográfico experimental que combina mediación material, intercambio simbólico y coautoría transnacional para activar conexiones que no existen en el presente físico del campo. Por eso conjurar, porque no se reduce a documentar, sino que produce performativamente una situación ritual que reconfigura las relaciones entre territorios, personas y objetos.
Por supuesto, esto plantea dilemas. ¿Cuál es el lugar del investigador en esta cadena? ¿Hasta qué punto esta mediación reproduce una lógica extractiva? ¿Qué significa facilitar una comunicación entre personas que jamás se encontrarán? La respuesta, creo, no está en la resolución de esas tensiones, sino en su explicitación. Como sostiene Michael Taussig (1997), la antropología puede operar no tanto como un sistema de conocimiento, sino como un ritual de des-ocultamiento. No hay materia inocente. Cada cosa guarda la historia no contada de su violencia.
Conjurar, por tanto, es un modo de hacer etnografía que reconoce que los objetos y las personas están conectadas, que los territorios sangran a través de sus materiales, y que las conexiones globales necesitan ser sentidas para ser entendidas. La conjura no es funcional ni responde, como estudia Malinowski (1948), a situaciones de incertidumbre, pero comparte la intuición de que la operación responde a una fractura que necesita ser nombrada, ritualizada. Como los conjuros investigados por Zora Hurston en el sur estadounidense (1931), o los espíritus que Solimar Otero (2020) convoca desde los archivos de la diáspora; el conjuro no es superstición, sino una tecnología narrativa para mediar violencias dislocadas.
Las postales, por supuesto, no mejoraron las condiciones de vida de nadie, pero generaron una forma de atención, de incomodidad. Y eso, en un mundo que se esfuerza por desarticular lo que une, ya es una forma de resistencia. Un acto desobediente que nombra sin domesticar y vincula sin colonizar. No se trata de hablar por nadie, ni de construir identidades victimistas, sino de abrir espacios de co-creación en los que las materialidades hablen y las comunidades se respondan. No es tampoco un método sistemático para representar, sino un acto experimental para provocar, conectando, catalizando, invocando.
El cobre seguirá circulando. Lo hará sin nombres, cuerpos, ni historias. Pero quizá, si seguimos sus huellas como se siguen los espectros, podamos devolverle algo de su densidad social, de su sombra. Conjurar es eso: un intento de mirar de frente los hilos invisibles de la economía global, recordando que tras cada gramo de metal hay una cadena de afectos, sacrificios, y vidas que merecen ser narradas.
Hurston, Zora Neale. 1931 “Hoodoo in America.” The Journal of American Folklore 44, no. 174: 317–417.
Malinowski, Bronislaw. 1948. Magic, Science and Religion and Other Essays. Londres: The Free Press.
Otero, Solimar. 2020. Archives of Conjure. Nueva York: Columbia University Press.
Sahlins, Marshall. 1985. Islands of History. Chicago: University of Chicago Press.
Taussig, Michael. 1997. The Magic of the State. Londres: Routledge.