Surtido de sellos de madera (2015), Bruno Martins.

¿Y si la etnografía no fuera un medio para comprender y valorar saberes locales, sino para explorar sus límites? ¿Y si el gesto fundamental del trabajo de campo no fuera la documentación y la interpretación, sino hacer dudar? Esa es la apuesta detrás de una etnografía que no se orienta a lo que la gente sabe y hace, sino que busca facilitar experimentalmente momentos en los que todo eso se suspende. Hacer que nuestros interlocutores se detengan, duden y titubeen. Titubear no es el resultado de una falta de conocimiento o de determinación, sino una forma experimental de estar y atender al mundo. Junto a Vogl (2018), entendemos el titubeo como un espacio de suspensión, de no decidir todavía, de no saber aún, en el que se detiene la marcha de las cosas para observar lo que emerge en la incertidumbre. Ese “entre-tiempo”, como diría Vogl, permite que se articule la contingencia del presente y crea condiciones para pensar en común.

Como gesto epistemológico, titubear implica una ralentización del hacer y del pensar para explorar lo desconocido. Como tal, es también un gesto político que nos remite a la figura del idiota, en el sentido que le da Isabelle Stengers (2005): no alguien ignorante, sino aquel que, con sus preguntas inesperadas, objeciones inoportunas y su murmullo irrelevante, interrumpe lo obvio, lo que se da por sentado, y contribuye a hacer visible lo excluido, a tematizar lo ignorado. Titubear es, en este sentido, una práctica idiota: una forma de resistencia —política y cognitiva— contra las certezas, y que trae consigo una apertura, una invitación a pensar juntos.

Proponemos cultivar el titubeo como un modo de experimentación etnográfica. Crear situaciones en las que el no saber se vuelve compartido y donde la incertidumbre constituye la base para la colaboración etnográfica. No se trata entonces de conocer y representar lo ya constituido, sino de hacer posible un pensar-juntos sobre lo indeterminado: un espacio donde el titubeo no sea un problema a resolver, sino una condición experimental y generativa.

El valor del titubeo como disposición etnográfica queda en evidencia en campos de investigación politizados, donde nuestros interlocutores tienen ya bien ensayados sus relatos y posiciones. ¿Cómo abrir ahí un espacio para pensar más allá de lo que ya se sabe decir?

El dispositivo etnográfico «La Cabina del Titubeo». Imágenes utilizadas con permiso de los autores.

La Cabina del Titubeo (Zauderbude) fue nuestra forma de explorar esta pregunta. Nació como una intervención en dos proyectos urbanos en Berlín: la Haus der Statistik y el Rathausblock Kreuzberg. Ambos son proyectos de planificación urbana colaborativa, atravesados por tensiones entre administración pública, organizaciones civiles y empresas privadas. Nuestro punto de partida era que estos espacios —llamados “proyectos modelo”— no solo producían conocimientos técnicos, sino también incertidumbres compartidas, zonas grises, preguntas sin respuesta. Frente a ello, nos propusimos diseñar un dispositivo etnográfico que no buscara aclararlas, sino habitarlas: construir un espacio donde titubear se volviera posible.

Ese espacio lo creamos en un antiguo remolque de obra que colectivos urbanos aliados nos cedieron temporalmente. Inspirados por la noción de ‘dispositivos de campo’ (Criado y Estalella 2018), esto es, dispositivos que no solo permiten sino que estructuran la presencia etnográfica, transformamos el remolque en un escenario escenográfico diseñado para provocar encuentros íntimos, incómodos y reveladores entre personas activamente implicadas en los proyectos y que no siempre compartían el mismo lenguaje, intereses o roles institucionales. Estos incluían profesionales de la administración pública, organizaciones civiles y empresas privadas a cargo de estos proyectos, así como políticos locales y activistas también involucrados. Siguiendo la propuesta de Cantarella, Hegel y Marcus (2020) de experimentar con las condiciones escenográficas del encuentro como unidad básica de la etnografía, diseñamos el espacio no como sala de entrevistas, sino como un espacio performativo, donde lo cotidiano se vuelve ligeramente siniestro. La cabina estaba amoblada con objetos ambivalentes: lámparas de pie, muebles antiguos, un espejo de baño, plantas marchitas, sonidos inquietantes (relinchos, pitidos de módem, ruidos de obra). Un faisán disecado observaba la situación desde lo alto. El ambiente evocaba los interiores turbios de las películas de David Lynch: precisos pero descompuestos, acogedores y perturbadores a la vez.

Además del espacio físico, creamos una coreografía de tres fases: desorientación, improvisación y reactivación. Los invitados (siempre en parejas) no sabían qué esperar. Se les decía que se tomaran dos horas para una conversación, nada más. Eran recibidos por una actriz, Gesa Geue, quien hacía de anfitriona, y cuya primera acción era dejarles solos en la cabina por unos minutos. Al regresar, pedía permiso para grabar la conversación, los invitaba a presentarse y se retiraba casi por completo del diálogo, interviniendo solo con gestos de ingenuidad estratégicamente ensayados. A partir de ese momento surgían conversaciones que no habrían ocurrido en otro contexto. No había guión. No había entrevistador. Solo un espacio ligeramente absurdo, una atmósfera incómoda, una estructura mínima, y la posibilidad de hablar sin presión.

Lo más importante: nosotros, como investigadores, no estábamos presentes. Esta fue una decisión metodológica clave. Nuestra presencia —como responsables de la situación en la Cabina del Titubeo— podía impedir que nuestros invitados se apropiaran del lugar y de la conversación. Fue un gesto también político. En lugar de extraer conocimiento, la Cabina ofrecía una infraestructura para que nuestros interlocutores exploren sus propias preguntas. Los convertía en investigadores de sus propias incertidumbres. En un contexto hiperpolitizado donde cada actor tiende a defender su posición estratégica, crear un espacio-tiempo donde es legítimo no saber, donde se puede titubear, es un gesto disruptivo.

La Cabina del Titubeo fue una tentativa concreta de hacer una etnografía no basada en certezas, sino en el arte —y la política— del no saber juntos. Titubear como estrategia de experimentación etnográfica busca generar una disrupción en los hábitos discursivos de nuestros interlocutores, y abrir un espacio-tiempo donde explorar lo incierto. Es una apuesta por el exceso: darle espacio a esos elementos que parecen irrelevantes pero que contienen lo realmente importante. El titubeo idiota como fuente de lucidez.

Referencias

Cantarella, Luke, Christine Hegel y George E. Marcus. 2020. Ethnography by Design. London: Routledge.

Estalella, Adolfo y Criado, Tomás S., coords. 2018. Experimental Collaborations: Ethnography through Fieldwork Devices. New York: Berghahn.

Stengers, Isabelle. 2005. “A Cosmopolitical Proposal.” En Making Things Public. Bruno Latour y Peter Weibel, coords., 994–1003. Cambridge: MIT Press.

Vogl, Joseph. 2018. Über das Zaudern. Zurich: Diaphanes.